Las Pavas, un largo
camino de regreso
Por Lorena Hoyos Gómez
La Johnson avanza por el río Magdalena
dejando atrás al viejo puerto. Allí quedan los sonidos del maderamen crujiendo
en el agua. Nos adentramos en el río por
el brazo que lleva a la tierra de las Lobas, y antes de llegar a la primera de
ellas, San Martín, la embarcación vira al occidente para tomar el Brazuelo de
Papayal. El Magdalena que hasta entonces parecía un río infinito se torna en un
angosto y sinuoso caño desde el que se ve la vida pasar por las dos orillas. Las
vacas y los cerdos, que se alimentan en los playones y márgenes del Papayal,
dan cuenta de la presencia de habitantes ribereños. Pronto, se avistan humildes
caseríos que en su aislamiento parecen detenidos en el tiempo.
El agua corre hacia su destino, y
los techos de palma amarga y las paredes de Ceiba Tolúa y Mora se van quedando.
Han pasado tres horas desde que La Johnson, una canoa de madera de poco calado
con motor fuera de borda, partió de El Banco. El río se encuentra en el nivel
más bajo de los últimos meses. El intenso verano y la sequía hacen difícil el
tránsito de la embarcación por el Brazuelo. Cuando el sol comienza a despedirse del sur de Bolívar, el
corregimiento de Buenos Aires se divisa a la orilla. La Johnson se va meciendo
entonces con el agua hacia el costado izquierdo del río.
Al lado de un árbol que ha dejado
el agua para bambolear sus raíces con el viento, se encuentra Misael Payares
Guerrero. Un hombre que se ha convertido en una de las figuras visibles de la
actual disputa por la tierra de Las Pavas. El conflicto que enfrenta a 123
familias campesinas con una de las grandes empresas agroindustriales de
Colombia. La tierra del mocholo, del barbú, de la galápaga y del tigre, que en otro tiempo fuera lugar
de los indios Malibúes, es hoy un
espacio en tensión. El lugar en donde se libra una profunda batalla por la
dignidad y por el territorio.
Mientras avanzamos al caserío me
detengo en la imagen de Misael. Entonces comienzo a descifrar, a contemplar en
su ser triétnico, en su rostro largamente bronceado por el sol, la presencia
del negro, el español y el indio. Y reconozco la fuerza de este mestizaje
profundo, y puedo ver a través de su mirada al hombre bondadoso y sensible.
Con nosotros llega la oscuridad.
La luz se ha ido y tardará en volver. La madera se quema lentamente en el fogón
a la espera de la olla tiznada. Edith Villafanie,
la esposa de Misael, enciende una vela en señal de bienvenida. El cielo
estrellado ilumina a Buenos Aires. En ese momento, al fulgor de la sensación
del encuentro, descubriendo esa vida campesina propia de las sabanas costeras
del caribe, y conmovida por el paisaje rivereño, siento una paradójica mezcla de plenitud y
nostalgia. Un convencimiento de la suprema
belleza de una forma de vida que peligra, y que puede desaparecer. Aquí el problema es la lucha por la tierra,
la preservación de los humedales y las ciénagas,
el cuidado del río, la defensa de la seguridad alimentaria. En un sentido más modesto el problema para la
forma de vida campesina es que ya no hay bocachico para pescar, zaino para
cazar, el corozo de la palma aceitera no se come, y en medio de cercas,
cambuches y armas la libertad ya no es la misma. Dice Misael Payares con su
gesto dolido, mirando el infinito: “Mis hijos han vivido el conflicto por la
tierra peor que yo, porque ellos lo han vivido con menos libertad, yo comencé
con libertad”.
Amanece, la luz aún no
llega, se escucha el canto de las aves, el repicar del currucutú, el sonido
estruendoso de la primera Johnson que recorre en la mañana el Papayal, y el
rozar del viento con el techo de palma amarga.
Misael se prepara para salir,
vamos camino a la Hacienda Las Pavas. El escenario de la lucha por la tierra
que ha marcado la vida de distintas generaciones y que ha involucrado a
distintos actores a lo largo de más de medio siglo. El de las Pavas es un
conflicto vigente y emblemático que pasa por procesos históricos de ocupación
del territorio, que está inmerso en el contexto del conflicto armado, con sus
particulares dinámicas locales. Que se ha profundizado históricamente por la incapacidad
de intervención institucional y gubernamental,
y que en síntesis enfrenta dos visiones de la ruralidad, dos modelos de
desarrollo. (Ver línea de tiempo)
El retorno a las pavas
es el presente que condiciona la vida de Misael, una realidad que el empieza a
describir con la historia de su abuelo. Hace 80 años Eliseo Payares López
recorrió el mismo trayecto que nos trajo
aquí, atravesó el río, cruzó la frontera acuática que separa al Magdalena de
Bolívar. Procedente del corregimiento de San Roque en el Banco, llegó a las
tierras altas de “Los Restrojos”, cuando la única presencia que las habitaba, era
el monte que crecía. Eliseo trajo el
pasado a cuestas y sembró su vida en una loma.
La historia local relata cómo la loma fue construida por los indígenas
para ampararse de las inundaciones en las crecientes del río. En esta zona
Eliseo sembró un Mango de Chupa y levantó su casa. Permaneció allí por veinte
años. El árbol todavía existe, la casa desapareció y ahora “Los Restrojos” se llaman
Las Pavas. El lugar al que llegamos.
A la entrada de la hacienda el frondoso
árbol de mango llama la atención. Atravesamos
un portón de cuatro tablones de madera que parecieran advertir que estamos en
propiedad privada. De ambos lados lo acompaña una cerca de alambre que no
supera los cien centímetros, pero que se convierte en la más grande de las
barreras para entrar a la tierra en disputa. Del palo de mango cuelga un nido de comején, no será el único
que veremos en la zona. Del otro lado del portón se extiende el camino que
tiene más de 80 años, pues ya estaba allí cuando llegó Eliseo Payares. El
camino por el que se levanta la polvareda no sólo conduce a la casa de la
hacienda, también conduce al cambuche de los campesinos, al lugar de su
resistencia.
Caminando lentamente por la
estrecha vía arcillosa, contemplando su paisaje ancestral, Misael señala el
sitio en donde quedaba la casa de su abuelo. Recuerda el lugar en donde crecían,
en otro tiempo, las palmas amargas con las que se hacían los techos de las
casas, y cuenta cómo ha cambiado el uso del suelo con el paso de los años. Cómo ha ido desapareciendo
un mundo, mientras otro se impone, y cómo él y otros campesinos se han
resistido a ello.
“El sistema que nos han venido aplicando los
empresarios en la región es un sistema depredador que vienen acabando con los humedales
donde todavía se puede criar el ponche, donde todavía los cuerpos de agua tienen su maderable nativo
para poderse sostener. Con ese sistema que están aplicando de hacer una chamba
para sacarle el agua a los humedales, no dejan árboles en las orillas. ¿Y
vienen acabando con eso para qué?, para
sembrar un producto que se llama palma de aceite que también se conoce como
palma africana. Con ese tipo de monocultivo no se puede sembrar más nada,
porque la palma no admite otro tipo de cultivo sino cuando ella está pequeña.
Desde que se ha ido sembrando palma ya no se puede
sembrar comida. Y no se justifica que en Colombia como en el mundo, que hay
carencia de comida, tengamos que estar sembrando solo combustible. Con eso no
estamos diciendo que somos enemigos de la palma, sino que la palma no le
soluciona el sistema de comida a uno, el humano no come palma, no come corozo”-,
señala Misael.
Al principio la vocación del
suelo de estas tierras era la agricultura, una agricultura en pequeña escala
que reconocía los tiempos de inundación y de sequía, y que se articulaba al
río, a la pesca y la caza. En algunas zonas también era posible desarrollar la pequeña
ganadería. Entre los años 82 y 95, con
los nuevos propietarios y con un nuevo modelo agrario, la tierra pasó a ser
dominada de modo casi exclusivo por la ganadería extensiva. Se taló gran parte
del bosque seco, comenzaron a desaparecer las semillas nativas y a desviarse el
curso de los caños y esteros. En la actualidad es imperante el desarrollo del modelo
agroindustrial de la palma aceitera, que se expande por toda la Isla de
Papayal. En las Pavas quienes están implementando los cultivos son las empresas
Aportes San Isidro y C.I. Tequedama, Subsidiaria del grupo Daabon. Los más
reciente propietarios de la Hacienda Las Pavas.
“Mi papá me cuenta que antes todo
el mundo cultivaba la tierra y respetaba
lo de cada uno. Después llegaron unos terratenientes y fueron despojando a la gente de la tierra,
porque le echaban el ganado donde tenían ellos el cultivo. Así el campesino se aburría y se iba saliendo
de la tierra. Ahora quieren hacer lo mismo con nosotros, sacarnos, metiéndonos
cosas que aquí nunca se habían visto, para que la costumbre de nuestra tierra
se pierda. Nosotros aquí no comemos corozo, nosotros aquí comemos plátano,
yuca, maíz, ñame, patilla, ahuyama. El
corozo es combustible para motores, y nosotros estamos cultivando combustible
para humanos”,- dice Misael Payares hijo, el bisnieto de Eliseo Payares López.
Desde finales de la década de los
sesenta el cultivo extensivo de palma aceitera se ha efectuado en las sabanas costeras del Caribe.
Estos cultivos han ocupado áreas donde antes se sembraba arroz, algodón, maíz y
cultivos de pancoger. Del mismo modo que han venido irrumpiendo en territorios
que antes no eran dedicados a la agricultura, y han ocupado con graves
implicaciones ambientales zonas de bosque y áreas de ronda de humedales y
ciénagas, de los caños y el río.
Cabe señalar como el cultivo de
la palma ha sido estimulado y desarrollado en los últimos años, de modo
particular durante el gobierno anterior. Así el plan Visión Colombia 2019,
elaborado durante ese gobierno proyectó
la siembra de 6 millones de hectáreas de palma aceitera extensiva para la producción de biodiesel. Esto
representa una gran amenaza para la pequeña y mediana economía campesina y ha
puesto en grave riesgo ambiental una gran extensión del territorio.
El sol inclemente del medio día
se posa sobre Las Pavas, sobre esos predios en los que también vivió y cultivó
la tierra Carlos Payares López, padre de Misael. Hasta que él y los de su
generación que habitaban Los Restrojos, se vieron obligados a abandonar la zona
por el ingreso permanente del ganado ajeno que destruía los cultivos de pan
coger, una y otra vez. Según los campesinos esta fue la primera estrategia de
intereses latifundistas para despojar a sus padres de la tierra y hacerse a
ella. Un área de 2.661 hectáreas que han marcado la historia de los campesinos
de Buenos Aires por más de cinco décadas. A finales del 2012 el Incoder declaró
la extinción de derecho de dominio privado
de los predios Las Pavas, Peñaloza y Si Dios Quiere porque en estos no
se estaba cumpliendo con la función social de la propiedad. Las 1.290 hectáreas
que suman estos predios y que hacen parte de la Hacienda han permanecido en
constante conflicto. Según el Incoder las otras 1.371 hectáreas son baldíos de
la nación y por tanto no pueden tener la condición de propiedad privada. Estos
elementos han hecho que Las Pavas sean un caso emblemático de la restitución de
tierras, en donde no sólo los campesinos terminarán beneficiados sino también
la nación.
Caminamos hacia el segundo portón
en medio de la polvareda que se levanta. Antes de llegar a él nos abordan dos
hombres a caballo que salen de la casa de la hacienda. Uno de ellos porta una
identificación de seguridad privada, el otro lleva en la espalda un changón, un
arma, un fusil. Nos preguntan si somos de prensa, cuando respondemos que somos
periodistas nos advierten que solo podemos entrevistar a los campesinos.
Entonces se van. Todo resulta muy fácil, extrañamente fácil. De repente la
situación se hace más clara, del costando de la cerca que bordea la casa un
hombre nos graba con una cámara de video. Lleva rato ahí, salió de la casa al
mismo tiempo que los hombres a caballo, por eso no lo vimos antes. Le
devolvemos el gesto grabándolo también, y él impasible, con la mirada fija, le
da la cara a la cámara, y allí permanece hasta que se da vuelta y regresa a la
casa. No le importa que lo graben, la actitud es desafiante. Seguirá utilizando
la cámara una y otra vez para grabar a los campesinos. Y los hombres a caballo
les apuntarán con el arma, para intimidarlos, para amenazarlos. Según los
campesinos ese el pan de cada día. En el sur de Bolívar el terror paramilitar
aun acecha, las armas y los intereses que lo fundaron siguen ahí, amenazando la
tranquilidad y la vida del pequeño campesino. Han cambiado los nombres pero no
sus intenciones ni sus métodos.
“La violencia con los palmeros es
porque nosotros resistimos. No nos vamos a salir de ahí. Entonces ellos están
haciendo casi lo mismo que hicieron los paramilitares. Queman ranchos, tumban
cercas, provocan con armas, con judicialización a los líderes, con
persecuciones, con amenazas. Tanto así
que yo no le había visto nunca a mi papá escoltas, y ahora disque mi papá anda
con escoltas. Ahí si no estamos bien, ¿un campesino con escoltas?, y nosotros
muriéndonos de hambre…por qué no nos dan la seguridad de la tierra y se ahorran
sus escoltas, se ahorran su carro”-, dice Marcelys Payares la hija de Misael.
La situación en la zona es
bastante compleja. Fuera de Buenos Aires pocos conocen a Misael y quienes lo
conocen de cerca saben de la condición de pobreza que marca su presente. Aun
así este campesino se transporta en una camioneta de cuatro puertas, con conductor
y acompañante a bordo. No lo hace por lujo o comodidad, lo hace para proteger
su vida. Ni siquiera pidió la seguridad, otros se la dieron al ver que corría
peligro. Hasta hace un año se transportó
en una mula, pero un día ésta apareció revanada literalmente, picada en
cuadritos, y con ello llegó la advertencia.
Para los intereses que se mueven
de fondo no importan los procesos jurídicos que se adelanten con estas tierras.
La ley de fuego impera en el monte y allí no llega la institucionalidad. Como no
llegó en el año 98 cuando incursionaron los paramilitares al caserío de Buenos Aires con el Bloque Central Bolívar. Se
instalaron en el municipio de Papayal muy cerca al municipio del Peñón en donde
viven los campesinos de Las Pavas.
Un viejo campesino de la región recuerda
aquel tiempo: “Uno de los paramilitares dice mira doña, hágame el favor y le
dice a los niños que se vayan pa dentro. Es cuando yo miro y como a doce metros
tenían un señor amarrado, con las manos atrás…el paramilitar le dice hipueputa,
malparido, tu eres un guerrillero, le dice
con el fusil en la mano. Le quitó una cachucha porque él usaba cachuca,
se la retió, y se la tiró en la cara. Al mismo tiempo que se la tiró levantó el
fusil y le metió la trompetilla del fusil en la boca, traaaaa…y le soltó una
sola ráfaga. Yo quedé en el aire, yo parecía que estaba en lo alto. Ese señor
lo levantó lo que fue la fuerza del tiro y lo lanzó como a dos metros, y eso no
le quedó cabeza. Toda se la desbarató, eso el hueso quedó repicadito. Fueron
como treinta tiros. Yo me quedé sorprendido, cuando miro a las chalupas y
vienen sacando otro, le pegaron una patada por aquí (por la espalda) y lo
tiraron de boca, y cuando el señor se fue a parar, pan pan pan…le metieron tres
tiros en la cabeza, y ese si cayó al río, y quedó que pataliaba, porque uno es
como el marrano queda pataliando con los
pies y con las manos. En el agua tirado, boyado. De ahí se aplanó. Ellos
cogieron sus chalupas y arrancaron pa abajo, nos dijeron que venían de la vía
de Pinillo, de Achí”.
En el departamento de Bolívar y
particularmente en el sur del departamento han hecho presencia tres actores
armados ilegales, las FARC, el ELN y los paramilitares. No obstante es este último grupo el que ha
tenido una incidencia importante en el proceso de Las Pavas. Según las 123
familias de la Asociación de campesinos de Buenos Aires en el 2003 los
paramilitares los obligaron a abandonar las tierras de la Hacienda, que desde
el 97 estaban cultivando. Momento en el que Las Pavas pertenecía a Jesús Emilio
Escobar, tío paterno del narcotraficante Pablo Escobar.
En la actualidad los paramilitares
del Bloque Central Bolívar están desmovilizados. Aunque de acuerdo con lo que
dicen los campesinos de Buenos Aires no todos se desmovilizaron en la zona, y
otros que sí lo hicieron continúan en una dinámica armada. Según la población
estos desmovilizados y no desmovilizados hacen parte de la seguridad privada de
la Hacienda, y son ellos los que amenazan a la población, especialmente a los
campesinos ubicados en los cambuches frente a la casa de Las Pavas. A algunos
les dicen que les van a violar las hijas, a otros que los van a matar. Narran
los campesinos que el mismo administrador de la Hacienda hizo parte del
paramilitarismo pero nunca se desmovilizó. No tienen pruebas que den cuenta de
estos hechos, pero dicen que la memoria no les falla.
“Ese señor Mario Mármol era uno
de ellos (paramilitares). Era el que
tenía la orden para recoger los burros de los campesinos, quitárnoslos y llevarlos al grupo paramilitar. No tenía
uno la oportunidad de denunciar porque el que denunciaba era persona muerta. Ha
sido una vida muy pesada la que hemos tenido aquí, pero hemos sido consientes
que la vida del campesino en la ciudad ha sido peor. Allá no hay en donde hacer
lo que sabemos, que es sembrar la tierra, ponerla a producir. No nos vamos a ir
para allá (la ciudad) a perder la familia. Eso nos ha dado para luchar, para
quedarnos acá a sabiendas que somos una región olvidada del Estado. Este pueblo
que tiene probablemente unos 1.500 habitantes lleva como 20 años que le están
construyendo un tanque para el agua como acueducto, y todavía no lo han
terminado. Aquí lo único que se conoce del Estado es la educación, y aquí el
muchacho puede terminar el bachillerato y no más”-, cuenta uno de los
campesinos.
Llegamos al segundo portón, éste
si tiene un candado. Toca pasar de lado por una pequeña ranura para llegar al
cambuche de los campesinos, apretando el cuerpo contra la madera. Según la
población este portón lo colocaron “los palmeros” para restringir su paso y el
acceso de sus animales. No bastó
la sentencia de la Corte Constitucional
del 2011 que amparó los derechos a la vida digna y al trabajo de los campesinos
de Buenos Aires, tampoco las resoluciones de extinción de dominio emitidas a
finales del año pasado por el Incoder. Los portones siguen impidiendo el paso
de los campesinos, y la seguridad de la hacienda continúa defendiendo una
“propiedad privada” en donde los campesinos resultan ser los invasores.
“Hay que arriesgarse porque si
uno no se arriesga nunca se va a saber la verdad. Hace dos años estamos aquí
resistiendo (en Las Pavas) presiones de toda clase. Cuando retornamos mi esposa
estaba un poco desconfiada por lo que esta zona ha sido tan complicada, pero
decidimos venirnos a vivir aquí, porque
nosotros los campesinos necesitamos la tierra para cultivarla, porque
sin la tierra no tenemos nada. El 5 de abril para adelante hay que empezar a
sembrar la tierra, aunque estamos amenazados de que no nos van a dejar sembrar
por parte de quienes trabajan con la empresa. La semana pasada nos dijeron que
no podíamos trabajar esta tierra porque ellos son los propietarios, y anoche
nos dijeron que estaba prohibido trabajar aquí”-, narra un campesino.
Unas pocas familias viven en los
cambuches en donde las paredes son de plásticos. En improvisadas estufas
cocinan y sus niños permanecen a la intemperie. No por las condiciones
climáticas sino por los de enfrente que los observa permanentemente. Estos campesinos decidieron quedarse allí
para resistir y dar la lucha por la tierra mientras la legalidad de los predios
se destraba. Las otras familias viven en Buenos Aires pero se turnan para
dormir en el cambuche. Confían en la actual política de tierras, en la
intención política de este gobierno y en el proceder del Incoder, pero les
preocupa la celeridad de los procesos y las estructuras armadas e ilegales que
continúan aferradas a la zona, pues mientras estas permanezcan la tierra estará
en constante disputa.
Nos despedimos de Misael,
nosotros volveremos a la capital del país en donde se discute el “gran”
conflicto agrario. El regresará a su casa a defender un territorio y a luchar
por una tierra para que sus nietos puedan cultivar en ella. No sé si volveremos
a vernos y no me basta con saber que sobre el Brazuelo de Papayal se implementa una nueva política de tierras. Misael
como muchos otros campesinos viven en la miseria, asolados por la violencia,
vulnerados por complejas redes criminales y victimizados por sus estructuras
mafiosas. El modo de vida anfibio en que crecieron los rivereños está desapareciendo pero para
ellos la esperanza continúa y resiste. La restitución de Las Pavas y el retorno
a ellas es su ilusión, su anhelo.
Línea de tiempo:
1966 – 1969: El Incora adjudica
cuatro de los predios que hoy hacen parte
de la Hacienda las Pavas a pequeños ganaderos. Estos eran Si Dios Quiere, No te
canses, La Pavas y Peñaloza. Todos sumaban 1.184 hectáreas.
1983: Jesús Emilio Escobar
Fernández, tío del narcotraficante Pablo Escobar Gaviria, compra los predios
adjudicados y los engloba con predios vecinos creando la Hacienda Las Pavas.
Estas pasarán a tener 2.842 hectáreas.
1993: En medio de la muerte de
Pablo Escobar y el desmantelamiento del cartel de Medellín, Jesús Emilio
Escobar abandona la hacienda.
1994-2003: Los campesinos hacen
posesión de los predios abandonados para cultivar allí. En 1998 se conforma la Asociación de Campesinos de Buenos Aires
(ASOCAB)
2003: Un grupo paramilitar con
asiento en el corregimiento de Papayal obliga a los campesinos a abanar las
tierras de Las Pavas.
2004-2005: Los campesinos
retornan a los predios y continúan la siembra de cultivos de pan coger.
2006: ASOCAB le solicita al
Incoder adelantar un proceso de extinción de dominio sobre las Pavas por
inexplotación económica. El Incoder reconoce una posesión de los campesinos en
estas tierras de al menos 6 años, y verifica el abandono de los predios por
parte del propietario. Jesús Emilio Escobar regresa con un grupo armado y
obliga a los campesinos a dejar de nuevo las tierras.
2007: Jesús Emilio Escobar vende
la Hacienda las Pavas al consorcio El Labrador, conformado por Aportes San
Isidro S.A y C.I Tequendama S.A de los Dávila Abondano, para desarrollar un cultivo
de palma de aceite.
2008: El Incoder dicta una
resolución para reabrir el proceso de extinción de dominio sobre los predios de
las Pavas. Las empresas palmicultoras presentan una querella por ocupación.
2009: Los campesinos de ASOCAB
interponen una acción de tutela. La policía desaloja a los campesinos por
ocupación de propiedad privada.
2011: La Corte Constitucional
ampara los derechos a la vida digna y al
trabajo de los campesinos de ASOCAB a través de la sentencia T-267 de 2011, y
le ordena al INCODER continuar el proceso de extinción de dominio privado sobre
los predios Las Pavas, Peñaloza y Si Dios quiere.
2012: El Incoder realiza la extinción de derecho de dominio
privado sobre tres predios que conforman la Hacienda Las Pavas, y determina la
condición de baldíos de la nación de los restantes.
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“Los campesinos necesitados de una mata de maíz, que no tenían
donde cultivar, invaden unas tierras fértiles, desocupadas. En ese tiempo era
legal la invasión de tierras”-, menciona uno de los primeros en llagar a esta
región.
El Balcón se queda ahí. El trayecto continúa por la carretera que
levanta el polvo en verano y que entierra a todo lo que pasa en invierno. Me
dirijo a Planadas, uno de los predios que hacen parte de la Finca La Palizúa,
en donde me esperan las voces que en otrora fueron silenciadas y que ahora han
dejado su silencio. Allí se encuentran reunidos los campesinos de las veredas
de Santa Martica, La Boquilla, El Mulero y las Mulas Altamacera. Todos quieren
hablar, hacer memoria, es por lo mismo difícil desviar el tema de la violencia
paramilitar que les tocó vivir. Ellos desean contar una historia común de
despojo, amenazas, muerte y desplazamiento; un drama que cambia de nombres y de
lugares, pero que revive las mismas constantes del horror. Estos campesinos no
sólo desean relatar su experiencia por lo que representó en un pasado sino
también por lo que representa hoy como causa común de resistencia, como emancipación
posible en la memoria y como búsqueda inclaudicable de justicia.
Para Eduardo el discurso continúa rondando: “Nosotros tenemos que
dejar nuestras tierras cuando el señor Rodrigo Tovar Pupo, un 18 de junio del
97 nos convoca a una reunión en La Pola, ahí en El Balcón. Nos dice que él nos
había reunido a todos para asesinarnos, que él a donde llegaba acababa hasta
con los perros, pero que no nos iba a asesinar que nos iba a dar ocho días de
plazo para que nos fuéramos de acá. Y el
que no se quería ir que no había problema porque el se encargaba de matarlo. Nosotros
pensamos la tierra la necesitamos, pero también la vida para criar a nuestros
hijos. Entonces dijimos dejémosle la tierra porque igual no contábamos con
nadie. Decidimos entonces abandonar las tierras llevándonos únicamente a
nuestros hijos”.
Según varios estudios la siembra de árboles para la producción de
madera en zonas en donde se desarrolla la ganadería, trae grandes beneficios en
términos de rentabilidad. Por un lado, la sombra de los arbóreos reduce la
carga calórica del ganado y esto hace que mejore su frecuencia respiratoria.
Por otro lado, estos árboles hacen que los pastos crezcan más y sean de mejor
calidad, puesto que las tierras disponen de mayor volumen de nitrógeno .
El
sueño de la tierra
por Lorena Hoyos Gómez
En el centro del departamento del Magdalena, al costado
occidental, se encuentran los municipios de Chibolo, Sabana de San Ángel y
Plato. Estos lugares conforman un territorio ligeramente ondulado que oscila
entre planicies y suelos moderadamente escarpados. Tierras de clima seco y cálido,
de suelos amarillos como la palma seca.
Sobre estas tierras surgieron la Hacienda la Pola, la Palizúa,
Parapeto y Canaán, 10.045 hectáreas que en los últimos treinta años han marcado
la historia de cientos de campesinos que soñaron un día con tener un pedazo de
tierra propio.
Este terreno en el que en un tiempo germinó el maíz, el arroz y
creció la yuca debajo de la tierra, se convirtió en un escenario de violencia, de
despojo y de terror en donde los sacrificados fueron los campesinos. Hoy estos
predios están en el centro del proceso de restitución de tierras que adelanta
el actual gobierno nacional. Quienes lo habían perdido todo ahora se aferran a
la ilusión de que al fin se les reconozca el derecho al territorio y el derecho
a labrar sus propias tierras. Aunque los intereses políticos y económicos que
propiciaron y se beneficiaron del despojo de los predios continúan enraizados
en la zona, los campesinos están decididos a resistir.
De la Pola a la Palinzúa
Por el camino que lleva a la casa de El Balcón las hojas secas son
arrastradas por el viento mientras los arboles se llenan del polvillo ocre de
la vía. Las motos van y vienen, unas pocas quizás. De tanto en tanto un burro
ensillado pasa transportando a su amo. Son
escasos los vehículos de cuatro ruedas que transitan por allí, los pobladores
se transportan fundamentalmente en burros, caballos y motocicletas. El burro es
el que más se demora, sin embargo sigue siendo el medio más utilizado, el más
económico, el que más emplean los habitantes de esta zona rural. El campesino
se monta sobre el animal con las piernas cruzadas y se mueve al vaivén de su
andar cadencioso. No importa cuanto afán se tenga, el ritmo siempre es el
mismo, lento, cansino.
En esta región de pastos secos y tierras pajizas las casas están
desprovistas de vidrios, y de puertas de metal. Nadie entra si no está
invitado, la excepción, la única que entró sin pedir permiso fue la violencia. En
las veredas de Chibolo las paredes se entremezclan entre la madera, el barro y
el bareque. Los Techos son de zinc o de paja. Los niños caminan descalzos sobre
la tierra pisada que rodea la vivienda. Entre un vecino y el otro vive el
olvido, enormes distancias separan una casa de la otra. No hay agua, luz, ni
alcantarillado. El tiempo lo determina el sol.
A lo lejos, la casa de El Balcón resalta sobre cualquier otra. Esta
es la única casa de dos pisos que se encuentra en las cinco veredas que hacen
parte de lo que antes era la Hacienda La Pola. Aunque la casa se halla desolada
y abandonada, en ella se advierte el esplendor que tuvo tiempo atrás: los
balcones que en el segundo piso se
extienden de esquina a esquina, los tablones de madera de un siglo de
existencia y el techo en punta que se dirige al cielo. Por este inmueble, sembrado en el monte que se
levanta, cruza el pasado, el presente y el futuro de distintas generaciones
campesinas.
Esta casa fue el hogar de José María Saumed, el primer propietario
de la hacienda. Cuentan que este hombre perdió sus tierras en un negocio con
Domingo Turbay Burgos, quien terminó por hipotecar las tierras al Banco del
comercio. En los años 60 el predio quedó abandonado y el Banco pasó a ser el
desentendido propietario. En la década
del 80’ El Balcón se convirtió en el lugar de encuentro de los campesinos
cuando llegaron por primera vez a estas tierras.

Después la casa pasó a ser el lugar de reuniones entre el
Instituto Colombiano de Reforma Agraria (INCORA) y la población rural, para
gestionar la compra de tierras improductivas de grandes terratenientes y la
posterior adjudicación de terrenos. Con
la llegada de los paramilitares en el 96 el predio se transformó en el centro
de mando de Rodrigo Tovar Pupo alias “Jorge 40” y del Bloque Norte de las AUC. Desde
allí se planeó la contarreforma agraria que se realizó en la zona, y se repartió
a otros la tierra que hasta entonces le pertenecía a los campesinos. Los días
pasaron y El Balcón se mantuvo en pie. Desde hace un tiempo los campesinos empezaron
a velar por esta casa, pues quieren convertirla en un centro cultural que
permita contar la historia de la lucha por la tierra, el miedo y el terror
generado por los grupos armados ilegales, y la fuerza con la que han enfrentado
su retorno.

Dice uno de los campesinos evocando el pasado de despojo y
sintiendo el presente de retorno: “Mi vida se define aquí en el campo, yo en la
ciudad no sé hacer nada”.
En Planadas antes de que se impusiera el terror, y con él la huida,
había un puesto de salud, un local de Telecom, una escuela pintada de colores y
una banda de paz. El 6, 7 y 8 de diciembre se celebraban las fiestas patronales
de la inmaculada concepción. Se traía una papayera, un grupo de vallenato. Se
hacían carreras en sacos de costal, había juegos pirotécnicos, corrida de
caballos, y se daba rienda suelta a la fiesta en honor a la virgen, que como en
las grandes celebraciones caribeñas, tenía más baile que oración.
“Llegaron los paramilitares y arrasaron con la fiesta. La virgen
todavía existe pero está en San Ángel y vamos a tener que ir a buscarla porque
tiene que regresar, así como regresamos nosotros”-, exclama un hombre en medio
de una carcajada que termina en desolación.
Y es que hasta la virgen la desplazaron los paramilitares o mejor
se la llevaron para que los protegiera. La virgen que celebraba la vida
campesina, que protegía a los humildes, pasó a celebrar el horror, a proteger
la muerte. O así por lo menos lo pensaban religiosamente los comandantes
paramilitares, que de modo riguroso se encomendaban a ella para sembrar el terror en las fértiles sabanas del
caribe.
De la escuela de antes sólo quedan las marcas en el suelo. Ahora
los pupitres fracturados, desmembrados yacen bajo la sombra de un techo de paja
a la espera del retorno de las clases. Los campesinos volvieron, los maestros
no. De la fiesta, del baile sólo queda la memoria. Las imágenes se confunden,
los recuerdos se entremezclan y disipan, algunos imborrables permanecen ahí,
alojados para siempre.
“Dijeron, nosotros somos de las Autodefensas, los mochadores de
cabeza de Córdoba y Urabá, quienes estamos acostumbrados a desayunar con sangre
y hoy no hemos desayunado. Ese fue el saludo que nos dieron. Luego dijeron que
nosotros, los campesinos de la región, éramos gente trabajadora y que ellos eso
lo reconocían. Pero que el único problema de nosotros era estar metidos en
estas tierras porque estas tierras las necesitaban ellos, y que aquí no se
podía quedar nadie por orden del patrón.”-, recuerda Robinson, uno de los campesinos
presentes de la Palinzúa.
La orden de desplazamiento no se dio al mismo tiempo en la
Hacienda La Pola. Aunque las palabras tuvieron la misma amenaza.

Los campesinos no esperaron los ocho o quince días. Con las manos
vacías y con los hijos al hombro salieron espantados. Para entonces sólo
algunos predios de las haciendas tenían título. La Hacienda La Pola estaba
dividida en los predios La Pola, El
Radio, Las Tolúas, Villa Luz y Santa Rosa. Sólo el primero de estos contaba con
32 títulos que le había otorgado el INCORA a los campesinos entre los años 92 y
93. En la Palizúa los únicos predios con título eran la Mula y el Mulero.
Aunque los campesinos habían invadido estas tierras en la década
de los 80, y se habían quedado allí para cultivarlas con maíz, arroz, yuca y
sembrar pastos para la pequeña ganadería, los procesos de titulación se retardaron
una y otra vez. A algunos de los campesinos que tenían título, los
paramilitares los obligaron a vender, a otros les revocaron las adjudicaciones
y en complicidad con las instituciones públicas le adjudicaron las tierras a
testaferros. Entonces estos grupos se quedaron con todo, poder político,
tierras, y un lugar estratégico para movilizar lo que se quisiera hacia la
Costa. El municipio de San Ángel se encuentra
en un punto medio entre el sur de la
Serranía del Perijá, en la frontera con Venezuela, y el mar Caribe. Este
municipio al igual que Chibolo tiene comunicación directa con la troncal de los
contenedores que une las dos grandes vías que desde el centro del país van
hacia la costa Atlántica.
Los paramilitares también entretejieron
relaciones con la clase política y empresarial de la zona. Llegando a realizar
el pacto de Chibolo en el 2000 y Pivijay en el 2001 con 400 personas, para
determinar quienes ocuparían los cargos políticos de la región, y de paso
redistribuir el territorio y legalizar este despojo.
Cuando los campesinos decidieron volver en el 2007, por iniciativa
propia y tras estar al tanto de la desmovilización paramilitar, se encontraron
con un territorio que les fue completamente ajeno. Algunas tierras estaban enmontadas,
muchas estaban invadidas de ganado, y en donde habían dejado sembrados de
plátano o de yuca yacían enormes extensiones de sembrados de eucalipto, teca y
tolúa. Algo que no habían visto antes en la zona.
En la Palizúa el Tuto Castro se convirtió en el principal
testaferro de Jorge 40. Fue él quien
sembró en esta zona los espigados árboles que abarcaron más de 500 hectáreas. Para
esta labor contó el apoyo técnico y económico de la Corporación Autónoma del
Magdalena, quien le dio vía libre, en teoría, para desarrollar proyectos de
reforestación.
“Yo creo que el Tuto Castro sembró esos árboles para mostrar que
la tierra le pertenecía y que creyeran que la estaba trabajando legalmente”-,
menciona uno de los campesinos a la sombra de los sembrados de tolúa y
eucalipto que rodean su vivienda.

Frente a la casa de Domingo un ciruelo se niega a desaparecer en
medio de las Tolúas, que arraigadas a la tierra resisten a la sequía, como si desde
siempre hubieran estado allí. Las ramas largas, sin hojas, dibujan un otoñal panorama por extensas hectáreas.
De no ser por la intención oculta que allí se aloja, estas tierras mostrarían
escenarios melancólicos en donde el campesino estaría en el lugar equivocado. Y
realmente lo estaría si no fuera porque estas son sus tierras, porque él estuvo
en estas tierras antes que los árboles que carecen hoy de doliente. Domingo no
puede aprovechar esta madera pero tampoco sembrar en medio de ella, aunque los
paramilitares de antes ya no están, los troncos de tolúa son la huella
imborrable de sus acciones.
Si los sembrados fueron una sorpresa para los campesinos, lo
fueron más los supuestos propietarios con documentos en mano que reclamaban
estas tierras como suyas.
Aunque ha pasado el tiempo, Alba todavía no sale del asombro: “Cuando
regresamos aquí, encontramos que Tuto Castro tenía todas las tierras invadidas
de ganado, y no nos dejaban entrar. Nos invitaron una vez a Santa Marta porque
supuestamente iban a negociar las tierras con el Incoder. Al llegar allá nos
encontramos con que el también (Tuto Castro) estaba participando de la fiesta.
El dijo lo que yo quiero es negociar con el Incoder, que les ceda las tierras a
los campesinos, y que me paguen así sea a futuro, pero que se haga este
negocio….Al tiempo nos enteramos que le había negociado las tierras a otras personas,
a Luis Jaramillo”.
Pero esta vez los campesinos decidieron quedarse y comenzar la lucha por recuperar la tierra que
les pertenecía, pese a que muchos de ellos seguían y aún hoy siguen sin títulos
de propiedad. “Mi predio tiene título (La Pola), pero el 90 por ciento de la
vereda está sin título, y esa es la preocupación porque después de varias
generaciones los campesinos siguen sin título. Todavía no saben si son
propietarios o si no lo son, si son unos poseedores o unos tenedores de la
tierra únicamente, porque no cuentan con un bendito papel que diga que sí somos
propietarios”-, menciona Eduardo.
Para los campesinos la debilidad de las instituciones locales, la
ausencia de presencia estatal, y el olvido en la que permanecía esta región propiciaron
el despojo que les tocó vivir. Ahora frente a la restitución de tierras los
procesos en torno a los predios se encuentran ante los jueces agrarios a la
espera de resolverse. Por su parte el Incoder ha declarado un sin número de
resoluciones de caducidad administrativa respecto a los predios que bajo la
influencia paramilitar se adjudicaron a testaferros o a personas que no eran
los campesinos. Estos últimos saben que el Gobierno y las mismas instituciones,
que se han ido limpiando de las viejas mafias, están ahora actuando. Pero
también saben que continúan actores armados en la zona, que los grandes
terratenientes quieren quedarse con sus tierras, y que una parte de la política
local responde a estos intereses. Y saben que la presencia del Estado no
significa sólo Ejército y Policía, y que ésta continúa estando ausente.
“En la época del 96 fue cuando el campesino empezó a sufrir más
fuerte todo este flagelo de la violencia. Ya venía soportando las presiones de
la guerrilla, hasta entonces ellos eran la autoridad en el campo, quienes
mandaban por aquí. Después se va la guerrilla y quedan las Autodefensa
dominando este sector. No teníamos presencia del Estado, no teníamos Ejército
ni Policía, nunca los tuvimos por aquí. El campesino le tenía miedo al Ejército
y a la Policía porque cuando pasaban por aquí era para atropellar al campesino,
para golpearlo, porque decían que la guerrilla se la pasaba por aquí. El
campesino vivía completamente sometido a lo que quisiera toda clase de
autoridades, tanto legales como ilegales”-, expresa Rodrigo, un campesino cuyo
padre murió a la espera del retorno que al fin llegó para sus hijos.
Mi viaje continúa por La Boquilla. Atrás quedan los rostros recios
que se alteran ante el dolor del recuerdo, y que fulguran ante la ilusión del
porvenir. De repente me encuentro ante una imagen que me captura. Una casa
humilde en medio de la nada, los troncos espigados que se elevan tras ella, que
la rodean. El corral de ganado vacío que da cuenta de unos vacas que ya no
están, y el niño que arrastra por la tierra un tarro roto que se ha convertido
en un improvisado carro. Entonces me doy cuenta del peso que cae en el fondo. En
el departamento del Magdalena la distribución de la tierra ha sido históricamente
inequitativa, el acaparamiento de los suelos ha estado vinculado a lo largo del
tiempo al latifundio ganadero y el uso de las tierras no ha correspondido a la
vocación del suelo. Según el IGAC en la zona que comprende Chibolo, San Ángel y
Plato el uso principal de la vocación del suelo es la agricultura, pero allí
sólo los microfundios se concentran en esta actividad. En las grandes
propiedades predomina la explotación ganadera y ahora los rentables
megaproyectos agroindustriales comienzan a expandirse.
Cuando los campesinos decidieron retornar a sus predios se jugaron
la vida: “O nos matan o recuperamos nuestras tierras”, pensaron entonces. Ahora
con la posibilidad de que estas les sean restituidas, de que de nuevo o por
primera vez tengan un título que les
permita decir esto es mío, se enfrentan a no tener con qué cultivar la tierra,
a no tener vías por donde sacar la cosecha, a no tener recursos para sembrar
los pastos que alimentarán las vacas que producirán leche, o a que la leche que
se produzca no puede venderse porque no les pagan lo que corresponde. Entonces
esos mismos campesinos tendrán que vender sus tierras o se verán forzados a
arrendarlas al servicio de los intereses que promovieron su desplazamiento.
“Si el Estado no nos vuelve a abandonar y nos sigue acompañando,
estas tierras tienen mucho futuro. Esto a la vuelta de cinco años va a ser una
región muy próspera. Ahora las tierras en proceso cuestan 2 millones la
hectárea, si tuviera riego y no hubiera todo este problema de la violencia
podría costar 10, 15 millones de pesos”-, en el rostro de Rodrigo se refleja la
ilusión de vivir en esas tierras fértiles y de trabajar los suelos para un
futuro.
No obstante la ilusión por el papel sellado lo obnubila todo ahora
para los campesinos. Ellos sueñan con que esta vez a la espera de un título no los
sorprenda de nuevo la violencia.
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