Crónicas



Las Pavas, un largo camino de regreso

Por Lorena Hoyos Gómez

La Johnson avanza por el río Magdalena dejando atrás al viejo puerto. Allí quedan los sonidos del maderamen crujiendo en  el agua. Nos adentramos en el río por el brazo que lleva a la tierra de las  Lobas, y antes de llegar a la primera de ellas, San Martín, la embarcación vira al occidente para tomar el Brazuelo de Papayal. El Magdalena que hasta entonces parecía un río infinito se torna en un angosto y sinuoso caño desde el que se ve la vida pasar por las dos orillas. Las vacas y los cerdos, que se alimentan en los playones y márgenes del Papayal, dan cuenta de la presencia de habitantes ribereños. Pronto, se avistan humildes caseríos que en su aislamiento parecen detenidos en el tiempo. 
El agua corre hacia su destino, y los techos de palma amarga y las paredes de Ceiba Tolúa y Mora se van quedando. Han pasado tres horas desde que La Johnson, una canoa de madera de poco calado con motor fuera de borda, partió de El Banco. El río se encuentra en el nivel más bajo de los últimos meses. El intenso verano y la sequía hacen difícil el tránsito de la embarcación por el Brazuelo. Cuando el sol comienza a  despedirse del sur de Bolívar, el corregimiento de Buenos Aires se divisa a la orilla. La Johnson se va meciendo entonces con el agua hacia el costado izquierdo del río.
Al lado de un árbol que ha dejado el agua para bambolear sus raíces con el viento, se encuentra Misael Payares Guerrero. Un hombre que se ha convertido en una de las figuras visibles de la actual disputa por la tierra de Las Pavas. El conflicto que enfrenta a 123 familias campesinas con una de las grandes empresas agroindustriales de Colombia. La tierra del mocholo, del barbú, de la galápaga  y del tigre, que en otro tiempo fuera lugar de los indios  Malibúes, es hoy un espacio en tensión. El lugar en donde se libra una profunda batalla por la dignidad y por el territorio.
Mientras avanzamos al caserío me detengo en la imagen de Misael. Entonces comienzo a descifrar, a contemplar en su ser triétnico, en su rostro largamente bronceado por el sol, la presencia del negro, el español y el indio. Y reconozco la fuerza de este mestizaje profundo, y puedo ver a través de su mirada al hombre bondadoso y sensible.
Con nosotros llega la oscuridad. La luz se ha ido y tardará en volver. La madera se quema lentamente en el fogón a la espera de la olla tiznada.  Edith Villafanie, la esposa de Misael, enciende una vela en señal de bienvenida. El cielo estrellado ilumina a Buenos Aires. En ese momento, al fulgor de la sensación del encuentro, descubriendo esa vida campesina propia de las sabanas costeras del caribe, y conmovida por el paisaje rivereño,  siento una paradójica mezcla de plenitud y nostalgia.  Un convencimiento de la suprema belleza de una forma de vida que peligra, y que puede desaparecer.  Aquí el problema es la lucha por la tierra, la preservación  de los humedales y las ciénagas, el cuidado del río, la defensa de la seguridad alimentaria.  En un sentido más modesto el problema para la forma de vida campesina es que ya no hay bocachico para pescar, zaino para cazar, el corozo de la palma aceitera no se come, y en medio de cercas, cambuches y armas la libertad ya no es la misma. Dice Misael Payares con su gesto dolido, mirando el infinito: “Mis hijos han vivido el conflicto por la tierra peor que yo, porque ellos lo han vivido con menos libertad, yo comencé con libertad”.
Amanece, la luz aún no llega, se escucha el canto de las aves, el repicar del currucutú, el sonido estruendoso de la primera Johnson que recorre en la mañana el Papayal, y el rozar del viento con el techo de palma amarga.  Misael  se prepara para salir, vamos camino a la Hacienda Las Pavas. El escenario de la lucha por la tierra que ha marcado la vida de distintas generaciones y que ha involucrado a distintos actores a lo largo de más de medio siglo. El de las Pavas es un conflicto vigente y emblemático que pasa por procesos históricos de ocupación del territorio, que está inmerso en el contexto del conflicto armado, con sus particulares dinámicas locales. Que se ha profundizado históricamente por la incapacidad de intervención institucional y gubernamental,  y que en síntesis enfrenta dos visiones de la ruralidad, dos modelos de desarrollo. (Ver línea de tiempo)

El retorno a las pavas es el presente que condiciona la vida de Misael, una realidad que el empieza a describir con la historia de su abuelo. Hace 80 años Eliseo Payares López recorrió el mismo  trayecto que nos trajo aquí, atravesó el río, cruzó la frontera acuática que separa al Magdalena de Bolívar. Procedente del corregimiento de San Roque en el Banco, llegó a las tierras altas de “Los Restrojos”, cuando la única presencia que las habitaba, era el monte que crecía.  Eliseo trajo el pasado a cuestas y sembró su vida en una loma.  La historia local relata cómo la loma fue construida por los indígenas para ampararse de las inundaciones en las crecientes del río. En esta zona Eliseo sembró un Mango de Chupa y levantó su casa. Permaneció allí por veinte años. El árbol todavía existe, la casa desapareció y ahora “Los Restrojos” se llaman Las Pavas. El lugar al que llegamos.

A la entrada de la hacienda el frondoso árbol de mango llama la atención.  Atravesamos un portón de cuatro tablones de madera que parecieran advertir que estamos en propiedad privada. De ambos lados lo acompaña una cerca de alambre que no supera los cien centímetros, pero que se convierte en la más grande de las barreras para entrar a la tierra en disputa. Del palo de mango  cuelga un nido de comején, no será el único que veremos en la zona. Del otro lado del portón se extiende el camino que tiene más de 80 años, pues ya estaba allí cuando llegó Eliseo Payares. El camino por el que se levanta la polvareda no sólo conduce a la casa de la hacienda, también conduce al cambuche de los campesinos, al lugar de su resistencia.
Caminando lentamente por la estrecha vía arcillosa, contemplando su paisaje ancestral, Misael señala el sitio en donde quedaba la casa de su abuelo. Recuerda el lugar en donde crecían, en otro tiempo, las palmas amargas con las que se hacían los techos de las casas, y cuenta cómo ha cambiado el uso del suelo con el  paso de los años. Cómo ha ido desapareciendo un mundo, mientras otro se impone, y cómo él y otros campesinos se han resistido a ello.  
 “El sistema que nos han venido aplicando los empresarios en la región es un sistema depredador que vienen acabando con los humedales donde todavía se puede criar el ponche, donde todavía  los cuerpos de agua tienen su maderable nativo para poderse sostener. Con ese sistema que están aplicando de hacer una chamba para sacarle el agua a los humedales, no dejan árboles en las orillas. ¿Y vienen acabando con eso para qué?,  para sembrar un producto que se llama palma de aceite que también se conoce como palma africana. Con ese tipo de monocultivo no se puede sembrar más nada, porque la palma no admite otro tipo de cultivo sino cuando ella está pequeña. Desde  que  se ha ido sembrando palma ya no se puede sembrar comida. Y no se justifica que en Colombia como en el mundo, que hay carencia de comida, tengamos que estar sembrando solo combustible. Con eso no estamos diciendo que somos enemigos de la palma, sino que la palma no le soluciona el sistema de comida a uno, el humano no come palma, no come corozo”-, señala Misael.
Al principio la vocación del suelo de estas tierras era la agricultura, una agricultura en pequeña escala que reconocía los tiempos de inundación y de sequía, y que se articulaba al río, a la pesca y la caza. En algunas zonas también era posible desarrollar la pequeña ganadería.   Entre los años 82 y 95, con los nuevos propietarios y con un nuevo modelo agrario, la tierra pasó a ser dominada de modo casi exclusivo por la ganadería extensiva. Se taló gran parte del bosque seco, comenzaron a desaparecer las semillas nativas y a desviarse el curso de los caños y esteros. En la actualidad es imperante el desarrollo del modelo agroindustrial de la palma aceitera, que se expande por toda la Isla de Papayal. En las Pavas quienes están implementando los cultivos son las empresas Aportes San Isidro y C.I. Tequedama, Subsidiaria del grupo Daabon. Los más reciente propietarios de la Hacienda Las Pavas.
“Mi papá me cuenta que antes todo el mundo cultivaba la  tierra y respetaba lo de cada uno. Después llegaron unos terratenientes y  fueron despojando a la gente de la tierra, porque le echaban el ganado donde tenían ellos el cultivo.  Así el campesino se aburría y se iba saliendo de la tierra. Ahora quieren hacer lo mismo con nosotros, sacarnos, metiéndonos cosas que aquí nunca se habían visto, para que la costumbre de nuestra tierra se pierda. Nosotros aquí no comemos corozo, nosotros aquí comemos plátano, yuca, maíz, ñame, patilla, ahuyama.  El corozo es combustible para motores, y nosotros estamos cultivando combustible para humanos”,- dice Misael Payares hijo, el bisnieto de Eliseo Payares López.
Desde finales de la década de los sesenta el cultivo extensivo de palma aceitera se ha  efectuado en las sabanas costeras del Caribe. Estos cultivos han ocupado áreas donde antes se sembraba arroz, algodón, maíz y cultivos de pancoger. Del mismo modo que han venido irrumpiendo en territorios que antes no eran dedicados a la agricultura, y han ocupado con graves implicaciones ambientales zonas de bosque y áreas de ronda de humedales y ciénagas, de los caños y el río.
Cabe señalar como el cultivo de la palma ha sido estimulado y desarrollado en los últimos años, de modo particular durante el gobierno anterior. Así el plan Visión Colombia 2019, elaborado  durante ese gobierno proyectó la siembra de 6 millones de hectáreas de palma aceitera extensiva para la producción de biodiesel. Esto representa una gran amenaza para la pequeña y mediana economía campesina y ha puesto en grave riesgo ambiental una gran extensión del territorio.
El sol inclemente del medio día se posa sobre Las Pavas, sobre esos predios en los que también vivió y cultivó la tierra Carlos Payares López, padre de Misael. Hasta que él y los de su generación que habitaban Los Restrojos, se vieron obligados a abandonar la zona por el ingreso permanente del ganado ajeno que destruía los cultivos de pan coger, una y otra vez. Según los campesinos esta fue la primera estrategia de intereses latifundistas para despojar a sus padres de la tierra y hacerse a ella. Un área de 2.661 hectáreas que han marcado la historia de los campesinos de Buenos Aires por más de cinco décadas. A finales del 2012 el Incoder declaró la extinción de derecho de dominio privado  de los predios Las Pavas, Peñaloza y Si Dios Quiere porque en estos no se estaba cumpliendo con la función social de la propiedad. Las 1.290 hectáreas que suman estos predios y que hacen parte de la Hacienda han permanecido en constante conflicto. Según el Incoder las otras 1.371 hectáreas son baldíos de la nación y por tanto no pueden tener la condición de propiedad privada. Estos elementos han hecho que Las Pavas sean un caso emblemático de la restitución de tierras, en donde no sólo los campesinos terminarán beneficiados sino también la nación.
Caminamos hacia el segundo portón en medio de la polvareda que se levanta. Antes de llegar a él nos abordan dos hombres a caballo que salen de la casa de la hacienda. Uno de ellos porta una identificación de seguridad privada, el otro lleva en la espalda un changón, un arma, un fusil. Nos preguntan si somos de prensa, cuando respondemos que somos periodistas nos advierten que solo podemos entrevistar a los campesinos. Entonces se van. Todo resulta muy fácil, extrañamente fácil. De repente la situación se hace más clara, del costando de la cerca que bordea la casa un hombre nos graba con una cámara de video. Lleva rato ahí, salió de la casa al mismo tiempo que los hombres a caballo, por eso no lo vimos antes. Le devolvemos el gesto grabándolo también, y él impasible, con la mirada fija, le da la cara a la cámara, y allí permanece hasta que se da vuelta y regresa a la casa. No le importa que lo graben, la actitud es desafiante. Seguirá utilizando la cámara una y otra vez para grabar a los campesinos. Y los hombres a caballo les apuntarán con el arma, para intimidarlos, para amenazarlos. Según los campesinos ese el pan de cada día. En el sur de Bolívar el terror paramilitar aun acecha, las armas y los intereses que lo fundaron siguen ahí, amenazando la tranquilidad y la vida del pequeño campesino. Han cambiado los nombres pero no sus intenciones ni sus métodos.
“La violencia con los palmeros es porque nosotros resistimos. No nos vamos a salir de ahí. Entonces ellos están haciendo casi lo mismo que hicieron los paramilitares. Queman ranchos, tumban cercas, provocan con armas, con judicialización a los líderes, con persecuciones, con amenazas.  Tanto así que yo no le había visto nunca a mi papá escoltas, y ahora disque mi papá anda con escoltas. Ahí si no estamos bien, ¿un campesino con escoltas?, y nosotros muriéndonos de hambre…por qué no nos dan la seguridad de la tierra y se ahorran sus escoltas, se ahorran su carro”-, dice Marcelys Payares la hija de Misael.
La situación en la zona es bastante compleja. Fuera de Buenos Aires pocos conocen a Misael y quienes lo conocen de cerca saben de la condición de pobreza que marca su presente. Aun así este campesino se transporta en una camioneta de cuatro puertas, con conductor y acompañante a bordo. No lo hace por lujo o comodidad, lo hace para proteger su vida. Ni siquiera pidió la seguridad, otros se la dieron al ver que corría peligro.  Hasta hace un año se transportó en una mula, pero un día ésta apareció revanada literalmente, picada en cuadritos, y con ello llegó la advertencia.
Para los intereses que se mueven de fondo no importan los procesos jurídicos que se adelanten con estas tierras. La ley de fuego impera en el monte y allí no llega la institucionalidad. Como no llegó en el año 98 cuando incursionaron los paramilitares al caserío de  Buenos Aires con el Bloque Central Bolívar. Se instalaron en el municipio de Papayal muy cerca al municipio del Peñón en donde viven  los campesinos de Las Pavas.
Un viejo campesino de la región recuerda aquel tiempo: “Uno de los paramilitares dice mira doña, hágame el favor y le dice a los niños que se vayan pa dentro. Es cuando yo miro y como a doce metros tenían un señor amarrado, con las manos atrás…el paramilitar le dice hipueputa, malparido, tu eres un guerrillero, le dice  con el fusil en la mano. Le quitó una cachucha porque él usaba cachuca, se la retió, y se la tiró en la cara. Al mismo tiempo que se la tiró levantó el fusil y le metió la trompetilla del fusil en la boca, traaaaa…y le soltó una sola ráfaga. Yo quedé en el aire, yo parecía que estaba en lo alto. Ese señor lo levantó lo que fue la fuerza del tiro y lo lanzó como a dos metros, y eso no le quedó cabeza. Toda se la desbarató, eso el hueso quedó repicadito. Fueron como treinta tiros. Yo me quedé sorprendido, cuando miro a las chalupas y vienen sacando otro, le pegaron una patada por aquí (por la espalda) y lo tiraron de boca, y cuando el señor se fue a parar, pan pan pan…le metieron tres tiros en la cabeza, y ese si cayó al río, y quedó que pataliaba, porque uno es como el marrano  queda pataliando con los pies y con las manos. En el agua tirado, boyado. De ahí se aplanó. Ellos cogieron sus chalupas y arrancaron pa abajo, nos dijeron que venían de la vía de Pinillo, de Achí”.
En el departamento de Bolívar y particularmente en el sur del departamento han hecho presencia tres actores armados ilegales, las FARC, el ELN y los paramilitares.  No obstante es este último grupo el que ha tenido una incidencia importante en el proceso de Las Pavas. Según las 123 familias de la Asociación de campesinos de Buenos Aires en el 2003 los paramilitares los obligaron a abandonar las tierras de la Hacienda, que desde el 97 estaban cultivando. Momento en el que Las Pavas pertenecía a Jesús Emilio Escobar, tío paterno del narcotraficante Pablo Escobar.
En la actualidad los paramilitares del Bloque Central Bolívar están desmovilizados. Aunque de acuerdo con lo que dicen los campesinos de Buenos Aires no todos se desmovilizaron en la zona, y otros que sí lo hicieron continúan en una dinámica armada. Según la población estos desmovilizados y no desmovilizados hacen parte de la seguridad privada de la Hacienda, y son ellos los que amenazan a la población, especialmente a los campesinos ubicados en los cambuches frente a la casa de Las Pavas. A algunos les dicen que les van a violar las hijas, a otros que los van a matar. Narran los campesinos que el mismo administrador de la Hacienda hizo parte del paramilitarismo pero nunca se desmovilizó. No tienen pruebas que den cuenta de estos hechos, pero dicen que la memoria no les falla.
“Ese señor Mario Mármol era uno de ellos (paramilitares).  Era el que tenía la orden para recoger los burros de los campesinos, quitárnoslos  y llevarlos al grupo paramilitar. No tenía uno la oportunidad de denunciar porque el que denunciaba era persona muerta. Ha sido una vida muy pesada la que hemos tenido aquí, pero hemos sido consientes que la vida del campesino en la ciudad ha sido peor. Allá no hay en donde hacer lo que sabemos, que es sembrar la tierra, ponerla a producir. No nos vamos a ir para allá (la ciudad) a perder la familia. Eso nos ha dado para luchar, para quedarnos acá a sabiendas que somos una región olvidada del Estado. Este pueblo que tiene probablemente unos 1.500 habitantes lleva como 20 años que le están construyendo un tanque para el agua como acueducto, y todavía no lo han terminado. Aquí lo único que se conoce del Estado es la educación, y aquí el muchacho puede terminar el bachillerato y no más”-, cuenta uno de los campesinos.
Llegamos al segundo portón, éste si tiene un candado. Toca pasar de lado por una pequeña ranura para llegar al cambuche de los campesinos, apretando el cuerpo contra la madera. Según la población este portón lo colocaron “los palmeros” para restringir su paso y el acceso de sus animales.   No bastó la  sentencia de la Corte Constitucional del 2011 que amparó los derechos a la vida digna y al trabajo de los campesinos de Buenos Aires, tampoco las resoluciones de extinción de dominio emitidas a finales del año pasado por el Incoder. Los portones siguen impidiendo el paso de los campesinos, y la seguridad de la hacienda continúa defendiendo una “propiedad privada” en donde los campesinos resultan ser los invasores.
“Hay que arriesgarse porque si uno no se arriesga nunca se va a saber la verdad. Hace dos años estamos aquí resistiendo (en Las Pavas) presiones de toda clase. Cuando retornamos mi esposa estaba un poco desconfiada por lo que esta zona ha sido tan complicada, pero decidimos venirnos a vivir aquí, porque  nosotros los campesinos necesitamos la tierra para cultivarla, porque sin la tierra no tenemos nada. El 5 de abril para adelante hay que empezar a sembrar la tierra, aunque estamos amenazados de que no nos van a dejar sembrar por parte de quienes trabajan con la empresa. La semana pasada nos dijeron que no podíamos trabajar esta tierra porque ellos son los propietarios, y anoche nos dijeron que estaba prohibido trabajar aquí”-, narra un campesino.
Unas pocas familias viven en los cambuches en donde las paredes son de plásticos. En improvisadas estufas cocinan y sus niños permanecen a la intemperie. No por las condiciones climáticas sino por los de enfrente que los observa permanentemente.  Estos campesinos decidieron quedarse allí para resistir y dar la lucha por la tierra mientras la legalidad de los predios se destraba. Las otras familias viven en Buenos Aires pero se turnan para dormir en el cambuche. Confían en la actual política de tierras, en la intención política de este gobierno y en el proceder del Incoder, pero les preocupa la celeridad de los procesos y las estructuras armadas e ilegales que continúan aferradas a la zona, pues mientras estas permanezcan la tierra estará en constante   disputa.
Nos despedimos de Misael, nosotros volveremos a la capital del país en donde se discute el “gran” conflicto agrario. El regresará a su casa a defender un territorio y a luchar por una tierra para que sus nietos puedan cultivar en ella. No sé si volveremos a vernos y no me basta con saber que sobre el Brazuelo de Papayal  se implementa una nueva política de tierras. Misael como muchos otros campesinos viven en la miseria, asolados por la violencia, vulnerados por complejas redes criminales y victimizados por sus estructuras mafiosas. El modo de vida anfibio en que crecieron los rivereños  está desapareciendo   pero para ellos la esperanza continúa y resiste. La restitución de Las Pavas y el retorno a ellas es su ilusión, su anhelo.


Línea de tiempo:
1966 – 1969: El Incora adjudica cuatro de los predios que hoy hacen  parte de la Hacienda las Pavas a pequeños ganaderos. Estos eran Si Dios Quiere, No te canses, La Pavas y Peñaloza. Todos sumaban 1.184 hectáreas.
1983: Jesús Emilio Escobar Fernández, tío del narcotraficante Pablo Escobar Gaviria, compra los predios adjudicados y los engloba con predios vecinos creando la Hacienda Las Pavas. Estas pasarán a tener 2.842 hectáreas.
1993: En medio de la muerte de Pablo Escobar y el desmantelamiento del cartel de Medellín, Jesús Emilio Escobar abandona la hacienda.
1994-2003: Los campesinos hacen posesión de los predios abandonados para cultivar allí.  En 1998 se conforma  la Asociación de Campesinos de Buenos Aires (ASOCAB)
2003: Un grupo paramilitar con asiento en el corregimiento de Papayal obliga a los campesinos a abanar las tierras de Las Pavas.
2004-2005: Los campesinos retornan a los predios y continúan la siembra de cultivos de pan coger.
2006: ASOCAB le solicita al Incoder adelantar un proceso de extinción de dominio sobre las Pavas por inexplotación económica. El Incoder reconoce una posesión de los campesinos en estas tierras de al menos 6 años, y verifica el abandono de los predios por parte del propietario. Jesús Emilio Escobar regresa con un grupo armado y obliga a los campesinos a dejar de nuevo las tierras.
2007: Jesús Emilio Escobar vende la Hacienda las Pavas al consorcio El Labrador, conformado por Aportes San Isidro S.A y C.I Tequendama S.A de los Dávila Abondano, para desarrollar un cultivo de palma de aceite.
2008: El Incoder dicta una resolución para reabrir el proceso de extinción de dominio sobre los predios de las Pavas. Las empresas palmicultoras presentan una querella por ocupación.
2009: Los campesinos de ASOCAB interponen una acción de tutela. La policía desaloja a los campesinos por ocupación de propiedad privada.
2011: La Corte Constitucional ampara  los derechos a la vida digna y al trabajo de los campesinos de ASOCAB a través de la sentencia T-267 de 2011, y le ordena al INCODER continuar el proceso de extinción de dominio privado sobre los predios Las Pavas, Peñaloza y Si Dios quiere.
2012: El Incoder  realiza la extinción de derecho de dominio privado sobre tres predios que conforman la Hacienda Las Pavas, y determina la condición de baldíos de la nación de los restantes.
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El sueño de la tierra
por Lorena Hoyos Gómez

 En el centro del departamento del Magdalena, al costado occidental, se encuentran los municipios de Chibolo, Sabana de San Ángel y Plato. Estos lugares conforman un territorio ligeramente ondulado que oscila entre planicies y suelos moderadamente escarpados. Tierras de clima seco y cálido, de suelos amarillos como la palma seca.

Sobre estas tierras surgieron la Hacienda la Pola, la Palizúa, Parapeto y Canaán, 10.045 hectáreas que en los últimos treinta años han marcado la historia de cientos de campesinos que soñaron un día con tener un pedazo de tierra propio.

 Este terreno en el que en un tiempo germinó el maíz, el arroz y creció la yuca debajo de la tierra, se convirtió en un escenario de violencia, de despojo y de terror en donde los sacrificados fueron los campesinos. Hoy estos predios están en el centro del proceso de restitución de tierras que adelanta el actual gobierno nacional. Quienes lo habían perdido todo ahora se aferran a la ilusión de que al fin se les reconozca el derecho al territorio y el derecho a labrar sus propias tierras. Aunque los intereses políticos y económicos que propiciaron y se beneficiaron del despojo de los predios continúan enraizados en la zona, los campesinos están decididos a resistir.


De la Pola a la Palinzúa

Por el camino que lleva a la casa de El Balcón las hojas secas son arrastradas por el viento mientras los arboles se llenan del polvillo ocre de la vía. Las motos van y vienen, unas pocas quizás. De tanto en tanto un burro ensillado pasa transportando a su amo.  Son escasos los vehículos de cuatro ruedas que transitan por allí, los pobladores se transportan fundamentalmente en burros, caballos y motocicletas. El burro es el que más se demora, sin embargo sigue siendo el medio más utilizado, el más económico, el que más emplean los habitantes de esta zona rural. El campesino se monta sobre el animal con las piernas cruzadas y se mueve al vaivén de su andar cadencioso. No importa cuanto afán se tenga, el ritmo siempre es el mismo, lento, cansino.

En esta región de pastos secos y tierras pajizas las casas están desprovistas de vidrios, y de puertas de metal. Nadie entra si no está invitado, la excepción, la única que entró sin pedir permiso fue la violencia. En las veredas de Chibolo las paredes se entremezclan entre la madera, el barro y el bareque. Los Techos son de zinc o de paja. Los niños caminan descalzos sobre la tierra pisada que rodea la vivienda. Entre un vecino y el otro vive el olvido, enormes distancias separan una casa de la otra. No hay agua, luz, ni alcantarillado. El tiempo lo determina el sol.

A lo lejos, la casa de El Balcón resalta sobre cualquier otra. Esta es la única casa de dos pisos que se encuentra en las cinco veredas que hacen parte de lo que antes era la Hacienda La Pola. Aunque la casa se halla desolada y abandonada, en ella se advierte el esplendor que tuvo tiempo atrás: los balcones que en  el segundo piso se extienden de esquina a esquina, los tablones de madera de un siglo de existencia y el techo en punta que se dirige al cielo.  Por este inmueble, sembrado en el monte que se levanta, cruza el pasado, el presente y el futuro de distintas generaciones campesinas.

Esta casa fue el hogar de José María Saumed, el primer propietario de la hacienda. Cuentan que este hombre perdió sus tierras en un negocio con Domingo Turbay Burgos, quien terminó por hipotecar las tierras al Banco del comercio. En los años 60 el predio quedó abandonado y el Banco pasó a ser el desentendido propietario.  En la década del 80’ El Balcón se convirtió en el lugar de encuentro de los campesinos cuando llegaron por primera vez a estas tierras.

“Los campesinos necesitados de una mata de maíz, que no tenían donde cultivar, invaden unas tierras fértiles, desocupadas. En ese tiempo era legal la invasión de tierras”-, menciona uno de los primeros en llagar a esta región.

Después la casa pasó a ser el lugar de reuniones entre el Instituto Colombiano de Reforma Agraria (INCORA) y la población rural, para gestionar la compra de tierras improductivas de grandes terratenientes y la posterior adjudicación de terrenos.  Con la llegada de los paramilitares en el 96 el predio se transformó en el centro de mando de Rodrigo Tovar Pupo alias “Jorge 40” y del Bloque Norte de las AUC. Desde allí se planeó la contarreforma agraria que se realizó en la zona, y se repartió a otros la tierra que hasta entonces le pertenecía a los campesinos. Los días pasaron y El Balcón se mantuvo en pie. Desde hace un tiempo los campesinos empezaron a velar por esta casa, pues quieren convertirla en un centro cultural que permita contar la historia de la lucha por la tierra, el miedo y el terror generado por los grupos armados ilegales, y la fuerza con la que han enfrentado su retorno.

El Balcón se queda ahí. El trayecto continúa por la carretera que levanta el polvo en verano y que entierra a todo lo que pasa en invierno. Me dirijo a Planadas, uno de los predios que hacen parte de la Finca La Palizúa, en donde me esperan las voces que en otrora fueron silenciadas y que ahora han dejado su silencio. Allí se encuentran reunidos los campesinos de las veredas de Santa Martica, La Boquilla, El Mulero y las Mulas Altamacera. Todos quieren hablar, hacer memoria, es por lo mismo difícil desviar el tema de la violencia paramilitar que les tocó vivir. Ellos desean contar una historia común de despojo, amenazas, muerte y desplazamiento; un drama que cambia de nombres y de lugares, pero que revive las mismas constantes del horror. Estos campesinos no sólo desean relatar su experiencia por lo que representó en un pasado sino también por lo que representa hoy como causa común de resistencia, como emancipación posible en la memoria y como búsqueda inclaudicable de justicia.

Dice uno de los campesinos evocando el pasado de despojo y sintiendo el presente de retorno: “Mi vida se define aquí en el campo, yo en la ciudad no sé hacer nada”.

En Planadas antes de que se impusiera el terror, y con él la huida, había un puesto de salud, un local de Telecom, una escuela pintada de colores y una banda de paz. El 6, 7 y 8 de diciembre se celebraban las fiestas patronales de la inmaculada concepción. Se traía una papayera, un grupo de vallenato. Se hacían carreras en sacos de costal, había juegos pirotécnicos, corrida de caballos, y se daba rienda suelta a la fiesta en honor a la virgen, que como en las grandes celebraciones caribeñas, tenía más baile que oración.

“Llegaron los paramilitares y arrasaron con la fiesta. La virgen todavía existe pero está en San Ángel y vamos a tener que ir a buscarla porque tiene que regresar, así como regresamos nosotros”-, exclama un hombre en medio de una carcajada que termina en desolación.

Y es que hasta la virgen la desplazaron los paramilitares o mejor se la llevaron para que los protegiera. La virgen que celebraba la vida campesina, que protegía a los humildes, pasó a celebrar el horror, a proteger la muerte. O así por lo menos lo pensaban religiosamente los comandantes paramilitares, que de modo riguroso se encomendaban a ella para  sembrar el terror en las fértiles sabanas del caribe.

De la escuela de antes sólo quedan las marcas en el suelo. Ahora los pupitres fracturados, desmembrados yacen bajo la sombra de un techo de paja a la espera del retorno de las clases. Los campesinos volvieron, los maestros no. De la fiesta, del baile sólo queda la memoria. Las imágenes se confunden, los recuerdos se entremezclan y disipan, algunos imborrables permanecen ahí, alojados para siempre.

“Dijeron, nosotros somos de las Autodefensas, los mochadores de cabeza de Córdoba y Urabá, quienes estamos acostumbrados a desayunar con sangre y hoy no hemos desayunado. Ese fue el saludo que nos dieron. Luego dijeron que nosotros, los campesinos de la región, éramos gente trabajadora y que ellos eso lo reconocían. Pero que el único problema de nosotros era estar metidos en estas tierras porque estas tierras las necesitaban ellos, y que aquí no se podía quedar nadie por orden del patrón.”-, recuerda Robinson, uno de los campesinos presentes de la Palinzúa.

La orden de desplazamiento no se dio al mismo tiempo en la Hacienda La Pola. Aunque las palabras tuvieron la misma amenaza.

Para Eduardo el discurso continúa rondando: “Nosotros tenemos que dejar nuestras tierras cuando el señor Rodrigo Tovar Pupo, un 18 de junio del 97 nos convoca a una reunión en La Pola, ahí en El Balcón. Nos dice que él nos había reunido a todos para asesinarnos, que él a donde llegaba acababa hasta con los perros, pero que no nos iba a asesinar que nos iba a dar ocho días de plazo para que nos fuéramos de acá.  Y el que no se quería ir que no había problema porque el se encargaba de matarlo. Nosotros pensamos la tierra la necesitamos, pero también la vida para criar a nuestros hijos. Entonces dijimos dejémosle la tierra porque igual no contábamos con nadie. Decidimos entonces abandonar las tierras llevándonos únicamente a nuestros hijos”.

Los campesinos no esperaron los ocho o quince días. Con las manos vacías y con los hijos al hombro salieron espantados. Para entonces sólo algunos predios de las haciendas tenían título. La Hacienda La Pola estaba dividida en los predios  La Pola, El Radio, Las Tolúas, Villa Luz y Santa Rosa. Sólo el primero de estos contaba con 32 títulos que le había otorgado el INCORA a los campesinos entre los años 92 y 93. En la Palizúa los únicos predios con título eran la Mula y el Mulero.  

Aunque los campesinos habían invadido estas tierras en la década de los 80, y se habían quedado allí para cultivarlas con maíz, arroz, yuca y sembrar pastos para la pequeña ganadería, los procesos de titulación se retardaron una y otra vez. A algunos de los campesinos que tenían título, los paramilitares los obligaron a vender, a otros les revocaron las adjudicaciones y en complicidad con las instituciones públicas le adjudicaron las tierras a testaferros. Entonces estos grupos se quedaron con todo, poder político, tierras, y un lugar estratégico para movilizar lo que se quisiera hacia la Costa.  El municipio de San Ángel se encuentra en un punto medio entre el sur de la  Serranía del Perijá, en la frontera con Venezuela, y el mar Caribe. Este municipio al igual que Chibolo tiene comunicación directa con la troncal de los contenedores que une las dos grandes vías que desde el centro del país van hacia la costa Atlántica.

Los paramilitares  también entretejieron relaciones con la clase política y empresarial de la zona. Llegando a realizar el pacto de Chibolo en el 2000 y Pivijay en el 2001 con 400 personas, para determinar quienes ocuparían los cargos políticos de la región, y de paso redistribuir el territorio y legalizar este despojo.

Cuando los campesinos decidieron volver en el 2007, por iniciativa propia y tras estar al tanto de la desmovilización paramilitar, se encontraron con un territorio que les fue completamente ajeno. Algunas tierras estaban enmontadas, muchas estaban invadidas de ganado, y en donde habían dejado sembrados de plátano o de yuca yacían enormes extensiones de sembrados de eucalipto, teca y tolúa. Algo que no habían visto antes en la zona.

En la Palizúa el Tuto Castro se convirtió en el principal testaferro de Jorge 40.  Fue él quien sembró en esta zona los espigados árboles que abarcaron más de 500 hectáreas. Para esta labor contó el apoyo técnico y económico de la Corporación Autónoma del Magdalena, quien le dio vía libre, en teoría, para desarrollar proyectos de reforestación.

“Yo creo que el Tuto Castro sembró esos árboles para mostrar que la tierra le pertenecía y que creyeran que la estaba trabajando legalmente”-, menciona uno de los campesinos a la sombra de los sembrados de tolúa y eucalipto que rodean su vivienda.

Según varios estudios la siembra de árboles para la producción de madera en zonas en donde se desarrolla la ganadería, trae grandes beneficios en términos de rentabilidad. Por un lado, la sombra de los arbóreos reduce la carga calórica del ganado y esto hace que mejore su frecuencia respiratoria. Por otro lado, estos árboles hacen que los pastos crezcan más y sean de mejor calidad, puesto que las tierras disponen de mayor volumen de nitrógeno .

Frente a la casa de Domingo un ciruelo se niega a desaparecer en medio de las Tolúas, que arraigadas a la tierra resisten a la sequía, como si desde siempre hubieran estado allí. Las ramas largas, sin hojas,  dibujan un otoñal panorama por extensas hectáreas. De no ser por la intención oculta que allí se aloja, estas tierras mostrarían escenarios melancólicos en donde el campesino estaría en el lugar equivocado. Y realmente lo estaría si no fuera porque estas son sus tierras, porque él estuvo en estas tierras antes que los árboles que carecen hoy de doliente. Domingo no puede aprovechar esta madera pero tampoco sembrar en medio de ella, aunque los paramilitares de antes ya no están, los troncos de tolúa son la huella imborrable de sus acciones.

Si los sembrados fueron una sorpresa para los campesinos, lo fueron más los supuestos propietarios con documentos en mano que reclamaban estas tierras como suyas.

Aunque ha pasado el tiempo, Alba todavía no sale del asombro: “Cuando regresamos aquí, encontramos que Tuto Castro tenía todas las tierras invadidas de ganado, y no nos dejaban entrar. Nos invitaron una vez a Santa Marta porque supuestamente iban a negociar las tierras con el Incoder. Al llegar allá nos encontramos con que el también (Tuto Castro) estaba participando de la fiesta. El dijo lo que yo quiero es negociar con el Incoder, que les ceda las tierras a los campesinos, y que me paguen así sea a futuro, pero que se haga este negocio….Al tiempo nos enteramos que le había negociado las tierras a otras personas, a Luis Jaramillo”.

Pero esta vez los campesinos decidieron quedarse y  comenzar la lucha por recuperar la tierra que les pertenecía, pese a que muchos de ellos seguían y aún hoy siguen sin títulos de propiedad. “Mi predio tiene título (La Pola), pero el 90 por ciento de la vereda está sin título, y esa es la preocupación porque después de varias generaciones los campesinos siguen sin título. Todavía no saben si son propietarios o si no lo son, si son unos poseedores o unos tenedores de la tierra únicamente, porque no cuentan con un bendito papel que diga que sí somos propietarios”-, menciona Eduardo.

Para los campesinos la debilidad de las instituciones locales, la ausencia de presencia estatal, y el olvido en la que permanecía esta región propiciaron el despojo que les tocó vivir. Ahora frente a la restitución de tierras los procesos en torno a los predios se encuentran ante los jueces agrarios a la espera de resolverse. Por su parte el Incoder ha declarado un sin número de resoluciones de caducidad administrativa respecto a los predios que bajo la influencia paramilitar se adjudicaron a testaferros o a personas que no eran los campesinos. Estos últimos saben que el Gobierno y las mismas instituciones, que se han ido limpiando de las viejas mafias, están ahora actuando. Pero también saben que continúan actores armados en la zona, que los grandes terratenientes quieren quedarse con sus tierras, y que una parte de la política local responde a estos intereses. Y saben que la presencia del Estado no significa sólo Ejército y Policía, y que ésta continúa estando ausente.

“En la época del 96 fue cuando el campesino empezó a sufrir más fuerte todo este flagelo de la violencia. Ya venía soportando las presiones de la guerrilla, hasta entonces ellos eran la autoridad en el campo, quienes mandaban por aquí. Después se va la guerrilla y quedan las Autodefensa dominando este sector. No teníamos presencia del Estado, no teníamos Ejército ni Policía, nunca los tuvimos por aquí. El campesino le tenía miedo al Ejército y a la Policía porque cuando pasaban por aquí era para atropellar al campesino, para golpearlo, porque decían que la guerrilla se la pasaba por aquí. El campesino vivía completamente sometido a lo que quisiera toda clase de autoridades, tanto legales como ilegales”-, expresa Rodrigo, un campesino cuyo padre murió a la espera del retorno que al fin llegó para sus hijos.

Mi viaje continúa por La Boquilla. Atrás quedan los rostros recios que se alteran ante el dolor del recuerdo, y que fulguran ante la ilusión del porvenir. De repente me encuentro ante una imagen que me captura. Una casa humilde en medio de la nada, los troncos espigados que se elevan tras ella, que la rodean. El corral de ganado vacío que da cuenta de unos vacas que ya no están, y el niño que arrastra por la tierra un tarro roto que se ha convertido en un improvisado carro. Entonces me doy cuenta del peso que cae en el fondo. En el departamento del Magdalena la distribución de la tierra ha sido históricamente inequitativa, el acaparamiento de los suelos ha estado vinculado a lo largo del tiempo al latifundio ganadero y el uso de las tierras no ha correspondido a la vocación del suelo. Según el IGAC en la zona que comprende Chibolo, San Ángel y Plato el uso principal de la vocación del suelo es la agricultura, pero allí sólo los microfundios se concentran en esta actividad. En las grandes propiedades predomina la explotación ganadera y ahora los rentables megaproyectos agroindustriales comienzan a expandirse.

Cuando los campesinos decidieron retornar a sus predios se jugaron la vida: “O nos matan o recuperamos nuestras tierras”, pensaron entonces. Ahora con la posibilidad de que estas les sean restituidas, de que de nuevo o por primera vez tengan un título  que les permita decir esto es mío, se enfrentan a no tener con qué cultivar la tierra, a no tener vías por donde sacar la cosecha, a no tener recursos para sembrar los pastos que alimentarán las vacas que producirán leche, o a que la leche que se produzca no puede venderse porque no les pagan lo que corresponde. Entonces esos mismos campesinos tendrán que vender sus tierras o se verán forzados a arrendarlas al servicio de los intereses que promovieron su desplazamiento.

“Si el Estado no nos vuelve a abandonar y nos sigue acompañando, estas tierras tienen mucho futuro. Esto a la vuelta de cinco años va a ser una región muy próspera. Ahora las tierras en proceso cuestan 2 millones la hectárea, si tuviera riego y no hubiera todo este problema de la violencia podría costar 10, 15 millones de pesos”-, en el rostro de Rodrigo se refleja la ilusión de vivir en esas tierras fértiles y de trabajar los suelos para un futuro.

No obstante la ilusión por el papel sellado lo obnubila todo ahora para los campesinos. Ellos sueñan con que esta vez a la espera de un título no los sorprenda de nuevo la violencia.

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